A veces los cambios más radicales nacen de una simple necesidad de volver a lo esencial. Eso fue lo que le ocurrió a Miguel Ángel Gómez Cumplido, responsable del puesto Caracol de Cadalso en el mercado de Vallehermoso (Madrid).
“Yo era informático de profesión, pero me harté de la informática”, confiesa entre risas. “Y apareció el tema de la helicicultura.” Así comenzó una aventura que lo llevó a dejar los ordenadores para dedicarse por completo a la crianza artesanal de caracoles.
Todo empezó en el pequeño pueblo de Cadalso de los Vidrios, en la sierra suroeste de Madrid. Allí, Miguel Ángel y su equipo montaron una granja de caracoles que, con el tiempo, se ha convertido en un referente de producto local. Pocos años después decidieron llevar su proyecto directamente al consumidor, abriendo un puesto en el mercado municipal de Vallehermoso, donde ya llevan casi ocho años acercando este producto singular a los madrileños.
La producción del caracol tiene su propio ritmo y depende mucho del clima. “El caracol es temporal —explica Miguel Ángel—, está activo desde el 15 de marzo hasta el 15 de octubre.” Pero los efectos del cambio climático han obligado a adaptar los métodos tradicionales. Hoy, en lugar de iniciar la temporada a mediados de marzo, comienzan a finales de febrero, lo que les permite obtener dos producciones al año y evitar los meses más calurosos, especialmente julio.
Este esfuerzo por adaptarse sin perder la esencia artesanal es lo que distingue a Caracol de Cadalso, recalca Miguel Ángel con orgullo. La proximidad tiene un valor que va más allá de la gastronomía: genera empleo, dinamiza el entorno rural y mantiene viva una tradición que apenas unos pocos productores conservan.
El resultado es un caracol de calidad, fresco, sostenible y con identidad madrileña. “Producimos aquí, en Cadalso, y los madrileños pueden decir que comen un caracol hecho en Madrid”, comenta Miguel Ángel. Y es que, más que un negocio, este proyecto representa un modelo de economía circular y responsable, donde todo el ciclo —desde la granja hasta el consumidor final— ocurre dentro de la misma región.
En el puesto del mercado, los clientes encuentran no solo caracoles frescos, sino también la historia de un sueño hecho realidad: el de un informático que cambió las pantallas por el campo, el ruido del teclado por el sonido de la lluvia sobre la tierra, y que hoy demuestra que reinventarse es posible cuando hay pasión y compromiso detrás. Porque al final, como dice Miguel Ángel, lo que da sentido a su trabajo es ver cómo los madrileños disfrutan de un producto criado cerca de casa. Un producto local, auténtico y sostenible, que reivindica el valor de lo nuestro y el placer de comer bien.
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